La primera vez que pude comprobar que en el mundo hay gente buena, cursaba segundo de preescolar en el colegio de la señorita Tinita. Bueno, en realidad el colegio no se llamaba así, pero era el sobrenombre por el que se conocía. Estaba situado cerca de la plaza de los Vadillos, en Valladolid.
En aquel entonces yo no era excesivamente travieso, aunque la armaba de vez en cuando. Pero un día se me ocurrió la extraña idea de esconderme detrás de una columna que había justo en mitad del aula, en el centro de ésta, minutos antes de la finalización de las clases.
Una vez que todos mis compañeros salieron del colegio hacia sus casas para ir a comer, salí yo de mi escondite, y me encontré con la directora y una profesora que a punto estaban de salir por la puerta. Me preguntaron qué hacía allí, y yo les contesté que me había escondido detrás de la columna. La directora me dijo entonces que por no haber salido con los demás niños, me tenía que quedar en el colegio encerrado hasta la tarde (después explicaron que ésto no lo dijeron en serio). Y yo como era muy bien mandado me di la vuelta y volví a mi clase con total naturalidad.
Creyendo ellas que había salido por la puerta, cerraron el colegio y se marcharon.
A los pocos minutos ya me aburría como una ostra, así que me decidí a abrir la ventana y asomarme. Como la clase daba a una especie de patio interior, en ese momento varios niños jugaban antes de subir a comer a sus casas. Entonces una niña que me vio asomado por la ventana del colegio, se acercó y me preguntó qué hacía dentro del colegio encerrado, y yo pasé a relatarle lo sucedido.
Apiadándose de mí me preguntó si tenía hambre. Yo por supuesto le contesté que sí. Así que ni corta ni perezosa, marchó corriendo a su casa para bajar casi inmediatamente con un bocadillo de chorizo.
No me había zampado ni la mitad de éste, cuando apareció la directora con mis padres, afectados todos de una sincera preocupación. Cuando me pidieron explicaciones por mi comportamiento, me limité a decir que simplemente había obedecido a lo que me habían dicho. Nada más.
Esa fue la primera vez en mi vida, en la que alguien totalmente desconocido hizo algo por mí sin esperar nada a cambio. He de reconocer que ese bocadillo de chorizo me supo a gloria.
El único detalle negativo del día, fue que al llegar a casa ya mis hermanos se habían comido todas las fresas con nata que había de postre ese día. Y es que uno tiene que estar espabilado cuando tiene cinco hermanos...
Saludos,
Raúl.
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