Andaba yo por los 11 años de edad cuando me sucedió lo siguente:
Solía pasar las tardes pedaleando sobre mi bicicleta de carreras Orbea. Una bicicleta pequeña, apropiada a mi edad, y a la que yo tenía un cariño enorme. En una de esas tardes, en la que la había sacado para dar unas vueltas por la plaza que estaba debajo de mi casa, un amigo, aprovechando que me encontraba descansando de tanto pedalear, me la pidió. A pesar del cariño que tenía a mi bicicleta verde de carreras, en esa ocasión fui generoso y se la dejé.
Los siguientes 5 minutos observé desde la distancia cómo mi amigo disfrutaba pedaleando sobre mi bici, tanto o más que yo. Hasta que en un breve descuido, momento de distracción o pérdida de control, no sabría decir exactamente el qué, se estampó contra el escalón que permitía la entrada a uno de los bares que había en la plaza. Afortunadamente a mi amigo no le pasó nada, sólo unos rasguños sin mayores consecuencias. Pero mi pobre bicicleta... oh! mi pobre bicicleta! a mi pequeña bici de carreras, de la fuerza del impacto contra el bordillo, se le había reventado la cámara de la rueda delantera.
Muy triste dije a mi amigo que tenía que comprarme una cámara nueva, a lo que mi amigo se negó repetidamente, y cansado de mi insistencia se marchó a refugiarse a su casa. Muy apesadumbrado guardé la maltrecha bicicleta en el trastero, mientras cavilaba qué podía hacer en una situación como aquella. Después de pensar durante largo rato, decidí hablar con los padres de mi amigo, ya que él no atendía a razones. Así que después de informarme de cuál era el piso y la letra donde vivía, me encaminé a su portal, subí hasta su casa y llamé a su puerta. Me abrió su madre. Sinceramente, no recuerdo qué dije, pero sí recuerdo que le expuse la situación lo mejor posible y de forma argumentada, y recuerdo también que si, su hijo se negó a mi petición, su madre se lavó las manos como Pilatos, aunque insistí varias veces en la responsabilidad de su hijo, y mi derecho a ser compensado por la pérdida.
Volviendo a mi casa, ya no me sentía ni triste ni apesadumbrado, sino enfadado y frustrado. Me había quedado sin bici para esa tarde, y una señora me había dado con la puerta de su casa en las narices.
Fue así como aprendí que la asertividad puede aumentar la probabilidad de conseguir que las personas te entiendan, y que es la mejor forma para decir lo que quieres decir defendiendo tus derechos y respetando los derechos de los demás. Pero lo que la asertividad no te garantiza, es que las personas hagan lo tú quieres que hagan, aunque sea de justicia.
Saludos,
Raúl.
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